Tía Úrsula, curandera y católica. Viuda por obra y gracia de la Revolución. Mamá de mi abuela materna. Dicen que se le atragantó la tristeza, como se atora una espina en la garganta. Por eso hablaba poco. Yo veía como se le mojaban sus ojos. En silencio se le escurría esa humedad en forma de llanto, suave, dócil. Ella siempre decía que esas lágrimas, eran por el humo.
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Fuego nuevo, fuego vivo, sin sombra.
No se cansaba de repetir que el fogón siempre debía estar encendido. Porque el fuego vivo ayuda a que toda sangre llegue al lugar de su quietud. Fuego nuevo, fuego vivo, sin sombra, llamas danzando, buscando la continuación, la luz perpetua, su calor, la memoria infinita de su ser. Aunque no hubiera nada para cocinar nos convencía que el fuego debía mantenerse. Quemaba los males y la ira. Además, le servía para concentrar su mirada en esas llamas y brasas multicolores. Parecía entrar en éxtasis, se perdía en sus pensamientos, en sus recuerdos. Miraba tercamente al fogón. Al interrumpir ese rapto, repetía varias veces que el fogón estuvo apagado, el día que murió su hija.
Tía Úrsula, curandera y católica.
Nunca la vimos sonreír. No era para menos. Su hija María, mi abuela, se había muerto muy joven, luego del 8º parto. Dejó viudo a mi abuelo con 6 hijos vivos, el menor de dos semanas y dos angelitas enterradas en el panteón del pueblo.
La tía Úrsula, así nos decían que la llamáramos, apoyó en la crianza y el manejo del hogar. Yo siempre la veía en la cocina. Le gustaba guisar, perderse en los olores de las yerbas frescas. Toda ella olía a laurel, toronjil, eucalipto, albahaca. romero y tantos otros aromas que nunca supe identificar.
El humo del fogón la rodeaba. Le daba una apariencia sobrenatural. Especialmente porque la luz del sol, cuando las nubes se lo permitían, solo entraba unas horas por la estrecha ventana. En la noche …era peor. La débil luz del quinqué apenas alumbraba.
Los días de luna llena eran de mucho movimiento en la cocina. En esas noches todas las jarras y vasijas de vidrio se llenaban de agua. Se colocaban donde les diera la luz de la luna. Se dejaba serenar toda la noche y el agua de luz de luna quedaba lista para tomarse como agua de uso. Mis tías afirmaban que su efecto era tranquilizante. Serenaba el espíritu y la mente. Limpiaba el vientre de las mujeres para alejarlas de todo problema cuando estuvieran embarazadas y evitaba los cólicos de la menstruación.
Algo de Magia debía correr por sus venas.
Estaba convencida que era una hechicera buena. Algo de magia debía de correr por sus venas. Como curandera preparaba pócimas misteriosas con las cuales aliviaba de inmediato cualquier malestar. Había algo más, yo estaba decidida a descubrirlo.
Mi curiosidad me impulsaba a levantarme por las noches para asomarme a la cocina. Ahí estaban Tía Úrsula, Tía Tila y Missy, su inseparable gatita. Hablaban y rezaban en voz baja. Yo veía que meneaban ese caldero. Como haciendo puchero. Luego que enfriaba, llenaban una botella muy parecida al biberón de mi hermano.
En una ocasión vi cuando la Tía Tila repasaba los ingredientes en voz alta al irlos entregando a Tía Úrsula. Empecé a anotarlos en el piso de tierra, al día siguiente los copié en la libreta de la escuela. Guardé esa receta. Varias noches no logré dormir. Estaba segura que esa preparación tenía algo de magia, igual que el agua de luz de luna. Esa y otras mil respuestas se agolpaban en mi mente.
FINALMENTE
Aún guardo la receta entre mis recuerdos de infancia. Por cada Taza de agua: 20 gramos de Jengibre, zumo de ½ limón, 1 cucharadita de miel y una pizca de sal. Hiérvase a fuego lento rezando un Padre Nuestro. Déjese enfriar antes de ingerirse. Manténgase en una olla destapada. Solo para mayores de 1 año. Hoy, sé que es un excelente remedio casero para la tos.