Andrea Saldaña Rivera.
Solo buscaba a Dios. Habría que precisar que esto pasó en la década de los 50s. El Padre Roberto Murrieta era el párroco de mi pueblo. Conforme las enseñanzas de la religión en la familia asistí a misa los domingos y fiestas de guardar. La misa se oficiaba en latín. Recuerdo las únicas frases que aprendí. El cura iniciaba diciendo “In nómine Patris, et Fílii, et Spíritus Sancti”a lo que contestábamos luego de persignarnos “Amen”. El continuaba diciendo “ Dóminus vobíscum” y en coro respondíamos . “Et cum spíritu tuo” y pare usted de contar. Mientras el cura recitaba párrafos interminables en latín, yo veía las caras de quienes padecían de la misma ignorancia. Sin embargo, honraban su fe mostrando el mayor de los silencios, en especial a la hora del sermón, que si era en español.
Reconocía el final de la misa al escuchar nuevamente la conocida frase “Dóminus vobíscum” a la que respondíamos “Et cum spíritu tuo”, y para darnos la bendición siempre la frase “Benedícat vos omnípotens Deus, Pater, et Fílius, et Spíritus Sanc tus” y nuestra frase final de “Amen” para luego dar la vuelta hacia la salida donde apenas alcanzábamos a escuchar “Ite, missa est” El “Deo grátias” se lo dejábamos a las señoras que fijaban en mí su mirada acusadora. Yo, siempre la ignoraba mostrando la mejor de mis sonrisas.
Solo buscaba a Dios.
Me atraía la variedad de fruta que vendían en el jardín. El canto de las aves volando entre las ramas de los árboles. Las numerosas flores de colores tan vivos y el néctar tan apreciado por aquellas abejas en los días calurosos, soleados y perfectos. La música emanaba del quiosco y de las neverías. Las amigas, me alcanzaban corriendo. Esa bendita infancia, me la sirvieron en charola de plata.
Asistir al catecismo era otra de las ocupaciones propias de esa edad. Me aburría un poco esa repetición casi cantada de las oraciones. Olvidaba decir que usaba pantalones. Al parecer mi padre esperaba y deseaba un varón, pero llegué yo. Imagino que se consolaba al verme en tales prendas. Resultaban de lo más cómodas para mí.
El Padre Murrieta reparó en mi vestimenta, se acercó y me dijo: “ No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer, porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace” (Deuteronomio 22.5). Ante la mirada sorprendida y mi silencio el dijo: “Dígale a su mamá que le ponga vestido para venir a la iglesia”. Le contesté “no tengo vestidos”. El insistió “Dígale que le compre uno, se va a ver más bonita”, le rebatí mirándole a los ojos diciendo simplemente “a que nó”.
Solo buscaba a Dios.
El se me quedó viendo y yo le sostuve la mirada y crucé los brazos. Como advertencia final me dijo “A la iglesia no debe venir vestida de pantalones”. Retadora le contesté “pues entonces, voy a buscar a Dios en otro lado, pero yo no uso vestido”. El sacerdote quiso ocultar una sonrisa que debió esconder en sus palabras finales para enfatizar que era el final del incidente “Está bien, vengase vestida como quiera, pero no falle al catecismo, es uno de los caminos para encontrar a Dios”.
Imagino que rogó en su interior para ser perdonado. En aquellos años la Biblia se interpretaba con mayor severidad (¿intolerancia?). No se permitían cuestionamientos o reflexiones. Hoy, sé que debe haber rezado con esperanza, pidiendo comprensión, algo que él tenía y que yo, aún desconocía. No creo que pudiera calificarse de locura, aunque “turbación” aparece como sinónimo. Aún ahora, muchos años después, puedo asegurar que es la palabra perfecta del estado en que quedó ese día el buen Padre Roberto Murrieta.